Un día, el niño de la casa se sentó en la parte de atrás de mi coche. Cuándo le dije que subiese la ventanilla comenzó a buscar el botón y como no lo encontraba se quedó fijamente mirando la manivela manual.
Cuándo me compré mi primera, buena, cámara de fotos, el niño de la casa no había nacido.
Era, es, una Nikon F50 que me tuvo tantos meses ahorrando que cada vez que la veía en los folletos la quería un poquito más.
Si te hablo de folletos ya habrás adivinado que la cámara tiene los suficientes años como para hacerme gastar un dineral en carretes de tanto probar y revelar fotos oscuras, torcidas o borrosas que no servían ni para hacer un collage.
Ya no la utilizo, funciona, pero está ahí, quieta y preciosa en el salón sujetando libros, mientras el niño de la casa sigue sin entender para qué quiero eso, si no puedo ver las fotos al instante, ni tengo un coche que hay que hacer un poco de movimiento de muñeca para subir una ventanilla.
Aunque haya cambiado la réflex por el móvil, me siguen entusiasmando todas las historias que puede contar una fotografía.
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𝘗.𝘋.: La peor compra de mi vida fotográfica no fue la cámara analógica, fue una que podía conectar con las redes sociales. En qué estaría pensando.
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